Siempre me gusta encontrar los rastros del lobo en mis salidas por el campo, la sola presencia de sus indicios nos habla de un ecosistema más saludable y con un mejor estado de conservación. No voy a hablar ahora del necesario papel que ejercen los superdepredadores en los ecosistemas y de su beneficio para ellos como reguladores de las poblaciones de herbívoros. Sobre este particular hay abundante literatura científica, estudios serios y rigurosos que ponen de manifiesto dicha cuestión e incluso algún documento gráfico muy divulgativo, aquí podéis ver un ejemplo audiovisual sobre el caso concreto de Yellowstone (EEUU).
El pasado día 23 de diciembre estuve recorriendo un sector de la Cordillera Cantábrica con presencia tradicional de la especie. Se trata de una zona donde este año que ya termina, ha criado con éxito uno de los grupos familiares de Cantabria. La presencia de indicios de la especie resultaba frecuente, con excrementos muy recientes y otros más antiguos, con huellas de diferentes ejemplares (adultos con cachorros incluidos) que recorrían sus habituales veredas. Algunos de los puntos de marcajes vienen siendo utilizados por distintas generaciones de lobos desde hace décadas, a pesar de que este grupo en concreto no se mantiene por tanto tiempo debido a la persecución por parte del hombre, sino que más bien, aparece y desaparece. Un año crían, al otro la manada es desintegrada, vuelven a criar... así es la vida del lobo.
En Cantabria en estos últimos cuatro años se han matado unos 120 lobos, a pesar de ello y gracias a su gran adaptabilidad e instinto de supervivencia, la especie ha conseguido llegar a nuestros días, habiendo superado peores tiempos en los que, aquí en concreto, llegó a ser prácticamente un recuerdo. Cada vez que descubro sus indicios mi mente se transporta a tiempos remotos, tiempos donde comenzó esa relación de admiración y de odio de nuestra especie hacia el depredador salvaje.
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